Transición ecológica en Europa: las buenas intenciones no bastan, es la hora de los hechos

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La Unión Europea sigue demostrando una ambición encomiable: quiere liderar la transición ecológica a nivel global y promover un modelo económico sostenible y competitivo.

Dos de sus iniciativas más representativas, la transición hacia los vehículos eléctricos (VE) y el desarrollo de normativas sobre inversión sostenible, ilustran bien esa visión.

Sin embargo, como advierte el reciente informe de Mario Draghi sobre la competitividad europea, las buenas intenciones no bastan. La lentitud estructural, la excesiva burocracia y la falta de una estrategia industrial de largo plazo están debilitando estos esfuerzos, poniendo en peligro tanto la fortaleza económica como el respaldo ciudadano.

La transición al vehículo eléctrico, una necesidad estratégica con debilidad industrial

El impulso hacia el vehículo eléctrico es esencial para cumplir los objetivos climáticos de Europa de cara a 2050. Las metas son ambiciosas: reducir un 55% las emisiones de los nuevos coches para 2030 y eliminar completamente los motores de combustión interna en 2035.

Pero Europa se está quedando atrás. China ya domina el mercado, con más del 50% de las ventas globales de VE y más del 20% de los VE vendidos en Europa en 2023 procedentes de fabricantes chinos. Marcas como BYD o SAIC crecen a gran velocidad, exportando modelos que son, de media, un 20% más baratos que los europeos.

La cadena de valor de los VE —sobre todo en lo que respecta a las baterías— está cada vez más dominada por actores asiáticos. Mientras tanto, los proyectos europeos se retrasan, no cuentan con suficiente financiación o corren el riesgo de fracasar, como demuestra la situación de Northvolt y la frágil red de gigafactorías en el continente.

Sin un apoyo firme a la industria y a las cadenas de suministro propias, el sector automovilístico europeo corre el riesgo de desindustrializarse, con consecuencias sociales importantes, especialmente en regiones como Europa Central y del Este, donde el empleo depende en gran medida del automóvil.

Regulación de la inversión sostenible: demasiada complejidad, poco impacto

El esfuerzo normativo de la UE en materia de finanzas sostenibles —a través del Reglamento de Divulgación de Finanzas Sostenibles (SFDR, por sus siglas en inglés), la Directiva de Informes de Sostenibilidad Corporativa (CSRD) y la Directiva sobre Diligencia Debida en Sostenibilidad Empresarial (CSDDD)— partía de una base sólida: mejorar la transparencia, la rendición de cuentas y la integración de factores ambientales y sociales en las decisiones empresariales y de inversión.

La intención era clara: canalizar capital hacia actividades sostenibles, exigir más claridad informativa a las empresas y fomentar una gestión más responsable del riesgo.

Pero su aplicación ha sido problemática. En lugar de ofrecer certezas, el sector se enfrenta a un entramado de normas solapadas, a veces contradictorias. Las obligaciones de reporte de la CSRD resultan costosas y complicadas; su aplicación a pymes es especialmente difícil. Y los exigentes requisitos de diligencia debida de la CSDDD han añadido nuevas capas de inseguridad jurídica y carga administrativa.

La situación ha llegado a tal punto que, en 2025, la propia Comisión Europea presentó la llamada Directiva Ómnibus para congelar, retrasar y simplificar varios elementos de la CSRD y la CSDDD, reconociendo que el sistema, tal y como está, podría ahogar a las empresas en lugar de ayudarlas.

Consecuencias que ya se notan

En el primer trimestre de 2025, Europa registró por primera vez salidas netas de capital de productos de inversión clasificados como sostenibles o ESG (por sus siglas en inglés, Environmental, Social and Governance), según datos de Morningstar.

La incertidumbre normativa, la complejidad operativa y la burocracia han hecho que muchos inversores pierdan la confianza en un mercado que, en teoría, debía ser la columna vertebral de la transición ecológica.

En lugar de convertirse en una ventaja competitiva para la industria financiera europea, el marco actual está haciendo de la sostenibilidad una carga administrativa.

La misma inercia burocrática y falta de agilidad que Draghi denuncia en su informe también está presente en el ámbito financiero. Un ejemplo aún más claro es la nueva regulación sobre proveedores de calificaciones ESG.

Una vez más, el objetivo inicial era legítimo: aportar mayor transparencia a las metodologías y garantizar que solo operen empresas con modelos de datos fiables. Pero al analizar los detalles de la norma, queda claro que favorece desproporcionadamente a los grandes actores ya consolidados.

¿El problema? La mayoría de ellos no son europeos, sino estadounidenses. Así que, de nuevo, una norma bienintencionada termina por debilitar a la competencia europea y fortalecer a terceros países, comprometiendo la autonomía estratégica del continente en un sector clave y emergente.

Cambiar el cómo, no el por qué

El informe de Draghi no pone en duda los objetivos de la agenda verde europea. Al contrario: los refuerza. Pero también lanza una advertencia clara. Si Europa no simplifica radicalmente y acelera la ejecución, perderá el tren. Es urgente un nuevo enfoque que dé prioridad a la agilidad, la claridad y la solidez industrial frente a la proliferación normativa.

Más aún en un contexto internacional donde el proteccionismo y la concentración industrial van en aumento. Estados Unidos y China están reforzando su capacidad de producción. Europa debe hacer lo mismo si no quiere volverse irrelevante.

La historia no juzgará las intenciones, juzgará los resultados.